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Emanuelle Pastore

Egeria, una aventurera del siglo IV en Tierra Santa

Este artículo está dedicado a la mujer cuyo nombre inspiró nuestro sitio web. Via Egeria significa "en camino con Egeria".

Egeria, una gran dama de Occidente, fue a Jerusalén en 381; durante tres años, visitó todos los lugares santos del Medio Oriente cristiano, no solo en Palestina, sino también en Egipto, en el Sinaí, en Transjordania, en Siria. Desde Constantinopla, donde se detuvo después de su viaje, escribió a los corresponsales en Occidente la historia de su viaje, describiendo todos los lugares santos que visitó y, en particular, la liturgia que vio celebrar en los santuarios de Jerusalén.

Es uno de los escritos extremadamente raros que nos ha dejado la Antigüedad sobre una mujer. Una historia sabrosa, que revela una personalidad, una mina de información sobre los inicios de la peregrinación cristiana a Oriente, un testimonio importante del latín hablado en el siglo IV: estas cualidades le han valido un amplio número de lectores desde su descubrimiento hace poco más de un siglo.


Egeria suplantó gradualmente a Etheria como la forma exacta del nombre de la peregrina. En efecto, la tradición (seis manuscritos divididos en dos familias) lo presenta en cinco formas diferentes: "Egeria", "Eiheria", "Echeria", "Heteria" o "Etheria", pero "Egeria" es la única que cumple en las dos familias del texto.

Extractos de su diario de viaje

(Viaje de Egeria, edición de Carlos Pascual)


Llegada al Sinaí


[Sábado 16 diciembre de 383]

[...] Reanudando nuestra expedición, llegamos a un paraje en el que las montañas por entre las cuales discurríamos se abrían y configuraban un valle dilatado, completamente alisado y sumamente placentero. Al fondo de la vaguada se erguía el monte santo de Dios, el Sinaí. El lugar donde los montes se apartaban se halla contiguo al enclave en que se encuentran las «Tumbas de la Concupiscencia»18 . Cuando se llega a este punto, es costumbre, según nos previnieron los venerables guías que nos acompañaban, que quienes lo alcanzan, y divisan desde allí por vez primera el monte santo de Dios, se recojan en oración. Eso es lo que nosotros hicimos. Habría desde este lugar hasta el monte de Dios unas cuatro millas, pues ya dije que se trata de un valle espacioso.

Desierto de la península del Sinaí, Egipto. Fotos: BiblePlaces


Es, en efecto, una inmensa vaguada que se ciñe al piedemonte y que puede tener —según pudimos estimar a simple vista y por lo que nos decían— unos dieciséis mil pasos de longitud por unos cuatro mil de anchura, según calculaban. Teníamos que atravesar el valle antes de poder iniciar el ascenso al monte. En esta depresión amplia y lisa fue donde acamparon los hijos de Israel durante aquel tiempo en que el santo Moisés subió a la montaña del Señor, permaneciendo en ella por espacio de cuarenta días y cuarenta noches. Es este también el valle donde se fabricó el becerro de oro; hoy día se sigue mostrando ese lugar exacto, ya que se conserva hincada en dicho punto una enorme roca.


Y se trata asimismo del valle a cuya entrada se encuentra el lugar en el que Dios habló repetidas veces, desde la zarza ardiendo, al santo Moisés, mientras este apacentaba los rebaños de su suegro. Como el mejor itinerario a seguir parecía ascender a lo que se ve desde esta parte de la montaña de Dios, ya que bordeando por donde veníamos teníamos la mejor subida, y luego desde allí descender de nuevo a la cabecera del valle, es decir, adonde se encontraba la zarza, pues por allí era por donde mejor se podía bajar del monte de Dios, nos pareció el más conveniente el siguiente plan: después de ver todo cuanto deseáramos, descenderíamos de la montaña y nos llegaríamos hasta el lugar de la zarza, y desde allí, atravesando por medio de la hoya en toda su longitud, reemprenderíamos el camino con aquellos hombres de Dios que nos irían mostrando, a lo largo del valle, cada uno de los lugares mencionados por las Escrituras.

Y así es como hicimos. Alejándonos, pues, del punto en que, procedentes de Farán, nos habíamos detenido a hacer oración, nuestros pasos se adentraron a través de la cabecera del valle, acercándonos así al monte de Dios. La montaña, vista de lejos, parece ser una sola, pero una vez que te internas en ella, vas descubriendo cimas diversas, si bien es todo el conjunto lo que se llama Monte de Dios. Aunque de manera especial se llama así a un pico que se halla en medio de todos los demás y en cuya cúspide se encuentra el lugar exacto al que descendió la majestad de Dios, según rezan las Escrituras.

Aunque todos los promontorios que hay en derredor son tan elevados como yo no creo haber visto jamás, el que está en medio, y al cual descendió la majestad divina, es tan superior a todos los otros que, cuando alcanzamos su cima, todas aquellas montañas que nos habían parecido tan encumbradas se extendían ahora a nuestros pies como si se tratara de humildes collados.

Hay una cosa digna de admiración, que yo creo solo puede deberse a un prodigio divino, y es que ese monte que se encuentra en medio de los otros, y al que se llama Sinaí de manera singular, es decir, aquel sobre el cual descendió la majestad de Dios, ese monte, digo, no resulta sin embargo visible a menos que te acerques hasta su mismo pie; eso, antes de ascenderlo. Una vez que, satisfechos tus deseos, desciendes de él, entonces y solo entonces puedes contemplarlo de frente, cosa que resulta imposible antes de escalarlo. Yo conocía ya esta particularidad antes de que llegáramos a la montaña del Señor, pues algunos hermanos me habían hablado de ello y, tras mi visita, pude comprobar que, efectivamente, así ocurría.

Monasterio Santa Catarina, Sinaí, Egipto; manuscrito siríaco, siglo 11, zarza ardiente; Cristo Pantocrator, siglo 6. Fotos: Wikipedia


Subida al monte de Dios


Así pues, el sábado por la tarde nos adentramos en la zona montuosa y llegamos hasta algunos eremitorios donde los monjes que allí moraban nos acogieron de manera muy cordial, ofreciéndonos toda su hospitalidad; hay allí incluso una iglesia con un sacerdote. Pernoctamos allí, y al despuntar la mañana del domingo comenzamos a escalar, una tras otra, las sucesivas cimas, acompañados por el propio sacerdote y los monjes que allí habitaban. Estas cimas solo se pueden conquistar a costa de ingentes esfuerzos, ya que no puedes ascender poco a poco y dando rodeos, en línea de caracol, como suele decirse, sino que tienes que subir directamente como por una pared, y descender igualmente en línea recta cada uno de aquellos montes antes de llegar al pie mismo de ese promontorio que se alza en medio de todos los demás y al que se llama Sinaí de manera singular.


De modo que, cumpliendo la voluntad de Cristo nuestro Señor, reconfortada con las preces de los santos hermanos que me acompañaban20 proseguí adelante no sin grandes fatigas, ya que tenía que ascender a pie, pues no era posible continuar sobre la montura. Pero el cansancio apenas hacía mella en mí; y si no acusaba la fatiga ello se debía, en buena medida, a que al fin veía cumplirse mi deseo, según la voluntad divina. De manera que, hacia la hora cuarta, ganamos la cumbre de aquella montaña santa de Dios, el Sinaí, donde fue dada la Ley, es decir, el lugar mismo al que descendió la majestad divina en aquel día en que el monte se cubrió de humo.

Subida al monte Sinaí. Fotos: BiblePlaces


Ahora se alza en aquel paraje una iglesia de dimensiones modestas, ya que el propio enclave, es decir, la cúspide del monte, no es demasiado espaciosa; el templo, no obstante, posee en sí mismo una gran armonía. Cuando, gracias a Dios, alcanzamos por fin la cumbre y nos aproximamos al umbral mismo de la iglesia, nos salió al encuentro un sacerdote que venía de su propia ermita y que estaba al servicio de dicho templo; un anciano venerable que había abrazado la vida monacal desde su primera edad, convertido en un «asceta» —como se dice por aquí—; en fin, qué os voy a contar, un hombre digno realmente de estar en semejante puesto.


También nos salieron al encuentro otros sacerdotes, así como todos los monjes que habitaban en las inmediaciones del monte, excepto, claro está, aquellos a quienes la frágil salud o la avanzada edad se lo impidieron. Pero en lo que es propiamente la cima de la montaña aquella que se alza en medio de las demás, no mora nadie. Nada hay allí aparte de la iglesia y la cueva en que se refugió el santo Moisés.


Tras haber leído, pues, en aquel preciso lugar todos los pasajes del libro de Moisés, hecha la oblación ritual y después de haber comulgado, cuando salíamos ya de la iglesia, nos entregaron los presbíteros del lugar unas «eulogias» o presentes, concretamente unas frutas que se crían en el propio monte. Pues aunque la montaña santa del Sinaí es toda ella tan pedregosa que no crece en ella ni un arbusto, sin embargo más abajo, cerca del piedemonte tanto del pico que se alza señero como de los otros que lo circundan, hay algo de terreno aprovechable. De manera que los venerables monjes se afanan en plantar arbolillos y huertos frutales, o sembrados, junto a sus eremitorios, con lo que consiguen recolectar algunos frutos de la tierra del propio monte, aunque son más bien el fruto de sus manos.


De modo que, tras haber comulgado y tras recibir los presentes que nos ofrecieron aquellos santos varones, al salir del atrio de la iglesia, comencé a rogarles que nos fueran enseñando uno por uno los lugares santos. Al punto se aprestaron aquellos hermanos a mostrarnos cada cosa. Nos hicieron ver la cueva que sirvió de refugio al santo Moisés al subir de nuevo a la montaña de Dios para recibir otra vez las tablas de la Ley, tras haber quebrado las anteriores a causa del desvarío de su pueblo; asimismo se dignaron mostrarnos todos los demás lugares, bien los que nosotros les solicitábamos o los que ellos conocían sobradamente.

Emanuelle Pastore

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